miércoles, 7 de marzo de 2007

Mensaje de Vida

(En diciembre de 2006, este relato obtuvo un accesit en el concurso de relatos para mayores convocado por Cajaduero)


Pablo está sentado en un banco de piedra, sin respaldo ni adornos, que reposa en un lado de la plaza pueblerina. Sus manos temblorosas se apoyan en el bastón de bambú. En ese momento, su pensamiento escarba en las etapas primeras de su vida, trayendo a su memoria vivencias imborrables.
La plaza en la que medita está desierta. Sólo la leve algarabía de unos niños que juegan y los pasos de algún transeúnte aislado, rompen el silencio.
A pesar de su ancianidad, Pablo tiene un corazón sano y una mente fecunda, pero su cuerpo es solamente la ruina física de una gran personalidad.
A sus ochenta y cinco años su vida navega a la deriva por un mar de inseguridades. Para él todo son incertidumbres y dudas. Todo se le escapa y no hay nada a lo que pueda asirse. Él se pregunta: ¿Qué le espera a un hombre que ha cubierto todas las etapas de su vida? Analiza lo que ha hecho a lo largo de todos sus años, y cae en la cuenta de que se ha pasado el tiempo huyendo y buscando. Huyendo de todo sufrimiento, que era una forma de morir, y buscando cómo retener la vida, que se le escapaba sin remedio. La búsqueda y la huida tenían para él un mismo y único fin: vivir.
¡Con qué fuerza recordaba Pablo las etapas de su infancia, de su juventud, y de su edad madura, por lasque había pasado! Y ahora, cuando se acercaba la recta final, seguía preguntándose: ¿Qué busco yo? ¿De qué huyo? ¿Qué pasará cuando se rompa el hilo sobre el que voy caminando? ¿Será un salto hacia la nada?
En estas divagaciones, absurdas decía él, se entretenía Pablo, cuando llegó Cándido, su amigo, con el que pasaba tantos ratos charlando en el banco de piedra.
-Te encuentro ensimismado, Pablo; ¿En qué estás pensando?
-En lo mismo de siempre, que es lo que me atormenta. En mi porvenir. Mi pensamiento le da vueltas a todo los que me espera, y se hunde el ánimo. Porque, ¿podrá reservarse algo bueno para un hombre que ha cumplido ya ochenta y cinco años?
-No pienses en eso, hombre, que te matas tú solo
-¿En qué quieres que se piense cuando la vida toca a su fin?
-Yo tengo tu edad, y cuando me quiere invadir la tristeza, pienso que si este vaso mío de arcilla se rompe, el alfarero que lo moldeó, volverá a componerlo. Eso me consuela.
-Tu situación es distinta a la mía, Cándido, Yo te comprendo. Tú has pasado tu vida en este pueblecito; aquí has echado raíces, aquí te casaste y por ahí andan tus hijos y tus nietos. Tienes en quien poner los ojos y puedes ver cómo se renueva tu vida en ellos. Yo, en cambio, aunque nací aquí como tú, me fui a estudiar, obtuve un título que ejercí lejos de aquí, me casé con una mujer de otras tierras y fui dejando pedazos de mi vida en cada uno de los sitios en que estuve.
En mi peregrinación, fueron quedando mi único hijo y la esposa que compartió mi vida. He quedado solo. ¡Estoy solo, Cándido! ¿Te das cuenta? Vivo, si a esto se le llama vivir, en la más espantosa soledad. Luego, al ser jubilado, me vine huyendo, no sé si del frío de mí mismo, o de tanta gente a la que veía lejana e indiferente, y busqué en esta tierra nuestra, lo único que me quedaba: el calor verdadero de tu amistad y la paz inalterable de la casa.
-Tranquilízate, Pablo, los que somos viejos tenemos que irnos liberando de todo los que nos ata, hasta de la familia, porque cuando llegue el último momento, ni hijos ni nietos nos retendrán aquí, sino que nosotros solos tendremos que enfrentarnos al misterio. Pero tengo que confesarte que siempre queda un rayo de esperanza que ilumina tu vida y te consuela.
"¿Por qué no luchas por dominar tu desesperación? ¡Tienes que salir del abatimiento en que has caído, vencer el pesimismo y ver las cosas de forma distinta, porque no las podemos cambiar."
Cándido invitó a Pablo a dar un paseo hasta el Prado Grande, que estaba plagado de margaritas.
-Vamos a escuchar la canción de este día -le dijo-, que algún mensaje tendrá para nosotros.
Mientras caminaban, Pablo pensaba para él: "¡si yo tuviera algo de esperanza, eso tan sublime, sin lo cual no se puede vivir!"
Salieron del pueblo y se extendió ante ellos un panorama inabarcable. En primer lugar, y ante sus ojos, el Prado Grande, exornado de margaritas blancas y amarillas, guarnecidas de verdor. En el horizonte, la lejanía, que parecía el final, pero que había un mundo lleno de vida más allá.
Los dos ancianos contemplaban un paisaje colmado de alegría y de paz, mientras la sombra de dos nubes blancas que cruzaban el cielo, besaban sus pies. Sus ojos se le llenaron de margaritas. Estaban absortos ante aquella maravilla de color, que se le metía en el alma. Se quedaron callados un rato largo, gozando de aquel deleite; luego, Pablo rompió el silencio.
-Mira, Cándido, las margaritas blancas son tuyas y las amarillas, mías. Están contentas porque las mece el aire en una hamaca verde. Observa cómo esperan de la tierra y del sol, que las hagan fecundas en belleza.
-Oye, Pablo, ¿no has descubierto el milagro? ¡Mira, en medio del prado hay dos niños! Se sienten felices porque se quieren, y tienen la suerte de jugar juntos, aunque no sepan lo que se esconde en los recodos del camino que han de recorrer durante su vida.
-Esos somos nosotros, Cándido. Estamos ahí, en el recuerdo, donde jugamos juntos, ¿te acuerdas? Somos dos vidas que se abren en flor. ¡Mira con qué alegría compartimos la ilusión del juego. Tú eres mi mejor amigo, y yo tengo mis delicias en estar contigo. Son dos almas que claman por la vida y aspiran a vivir siempre, porque no se resignan a morir. Pensar estas cosas me aturde la cabeza, porque ¿quién sabe dónde empieza la vida y dónde acaba?
-Yo pienso que en el mismo que la da. El sol puede crear luz y negarla, porque es la fuente de la luz, no la luna, que la tiene prestada. Por eso la vida sólo puede venir de su propia fuente, que no se seca nunca, sino que siempre aflora a la luz del día con aguas nuevas de vitalidad.
Caía la tarde y el sol quería ocultarse. Pablo siente cómo las palabras de su amigo le llegan al corazón como un eco de eternidad. Delante de él se ha abierto una senda de esperanza. Sus pasos son más firmes, y está conociendo un camino nuevo que le lleva a la Vida con mayúscula. Ya no tiene miedo a lo que le espera. ¡Qué importa la vejez, si se han abierto los ojos del alma! Ha descubierto que lleva dentro de él un aliento eterno, que en lo hondo de su ser surge y se renueva; que su espíritu no ha envejecido. Es algo que experimenta y vive. Se
desvanecieron las angustias y los temores, porque presiente algo inefable y misterioso, algo realmente bueno que lo acoge al final.
Cándido no sabía qué había pasado, pero observó que el rostro de Pablo cambiaba de semblante y que su aspecto se hacían tan amable que no se cansaba de mirarlo.
Volvieron a casa contentos y alegres, como dos niños, con sus pasos lentos, pero exultante el corazón. Pablo había aprendido a escuchar la voz de las margaritas, de la lejanía y de los hombres que le traían un Mensaje de Vida.

El huérfano

(En diciembre de 2004, este relato obtuvo un accesit en el concurso de relatos para mayores convocado por Cajaduero)

El valle se extiende hacia abajo, acompañando al río y formando su cuna. En él ha nacido Manolo y sus dos hermanos Rosina y Toño. Su madre, viuda joven, trabaja sin descanso por ellos. Pero lo que ella gana, es poco. El dinero no llega y si se compran pantalones no hay para chaqueta. El padre murió en un accidente cuando trabajaba en la mina apenas había nacido el más pequeño.
Rosina y Toño tienen ocho y seis años. Manolo, once. Este es un muchacho decidido y valiente que está muy compenetrado con su madre, por lo que conoce bien la situación de la casa en que vive, sabe de los pocos recursos con que cuentan y del esfuerzo que realiza en ella a diario, con el fin de llevar aliento y vestido para todos.
Manolo siente grandes deseos de ayudar a su madre. Quiere responsabilizarse. Anhela ser útil, resolviendo los problemas de todos: "Soy el mayor -piensa-, y he de velar por los hermanos y por la madre como si fuera un hombre".
La casa se levanta, no mucho porque es pequeña, en las afueras de aquel pueblo grande, cerca de la vía férrea. Allí, desde las ventanas que son sus ojos, contempla la corriente de vida que circula en los trenes día y noche.
Manolo tiene un recuerdo vivo de las charlas, ¡..cuántas..!, sostenidas con su abuelo paterno, hombre curtido en Tierra de Campos, donde no hay más abrigo que los rastrojos blancos, o los mudos barbechos. De él, mientras vivió con ellos, aprendió muchas cosas buenas que se desprendían de sus consejos y de su ejemplo.
Un día había poca comida en casa; por eso, el huérfano decidió ir a pescar. Desde su interior, pide a Dios que le ayude, pues tiene experiencia de que no lo va a abandonar a su suerte. Y con el preciado bagaje de su pecera y su caña, su esperanza y su alegría, camina vía adelante jugando y saltando.
Mientras avanza, se va empapando de la belleza del paisaje, observando el vuelo leve de alguna mariposa que bebe en el cuenco de su flor misteriosa.
Aquella vía del ferrocarril por la que él discurría, y la carretera, eran los caminos que comunicaban el valle con dos mares: uno de mieses y barbechos en las llanuras castellanas, y otro de agua, con espejos de plata, donde vive un mundo de ensueño y fantasía.
Y se le escapa el pensamiento, traspasando las montañas que rodean el valle, para luego volver a la realidad del momento presente, en que va por el camino de la vía, rumbo al río, a pescar. Y no se olvida de que quedan atrás, en la pequeña casa de las afueras, su madre y sus hermanos.
Está el valle verdecito y tranquilo. Con las heridas que hacen las minas en el hermoso paisaje. Y Manolo va a pescar peces al río para que coman sus hermanos, mientras por el camino alimenta su vista con la frondosidad de los bosques y el verdor de los prados, donde pacen las vacas.
Con los bártulos al hombro se dirige a un piélago profundo, donde la pesca promete siempre. Es un lugar muy conocido al que acude con frecuencia a jugar con sus hermanos y adonde acompañaba muchas veces a su padre que practicaba este deporte.
Pero en este día, al huérfano lo empuja la necesidad: Quiere llevar alimento a casa. Y con esa esperanza lanza el anzuelo al agua. Luego espera que los peces
vengan a visitarlo, mientras se deleita con el perfume denso y aromático de los manzanos y el discurrir del río.
Apenas habían transcurrido unos minutos, surge el primer alborozo con la caída del pez primero. Habla con Toño, -al que imagina junto a él: "este, para ti".
El Huérfano dialoga con los peces y con los pájaros: Canta, ríe disfruta...
De pronto, ¡otro pez! Luego... ¡otro!, y ... ¡otro!, y ... ¡otro! Y él se dijo: "Ya tenemos segundo plato para todos".
Por último, quedó enganchado en el anzuelo una enorme trucha que no se resignaba a abandonar el río, y que le costó gran esfuerzo llevarla a la orilla. Por fin consiguió meterla en su pecera, con lo que se colmó el vaso de su alegría.
Pero en la vida de cada ser humano siempre le acecha el espíritu del mal para hacerle sufrir de algún modo. Es lo que le sucede al muchacho huérfano en ese momento: alguien le está espiando para arrebatarle su pequeño trofeo, que a él se le antoja inmenso.
Detrás de un matorral hay un gamberro. Sí, un muchachote bigardo y desaprensivo observa los movimientos del pequeño pescador. Al momento, el libertino, con una actitud violenta y fanfarrona se presentó ante el chico con ánimo de arrebatarle todos los peces que había capturado. Lleno de insolencia y de cinismo le dijo:
- Oye, tú, dame esos peces.
La reacción del huérfano fue inmediata:
- No, eso nunca.
¡Cómo! Si no me das los peces así "afablemente" te tiraré al río y después me los llevaré igual-, replicó el gamberro.
Pero Manolo que, en el acto se dio cuenta de que se le pedía un acto heroico, con toda decisión se dispuso a defenderse. Entonces su corazón rezó esta plegaria: "Dios mío, ayúdame". Y dando dos grandes saltos, cual si fuera un puma se encaramó sobre un pequeño altozano; luego se armó con una piedra en cada mano, enfrentándose al malvado.
No te consentiré que te apoderes de lo que tanto trabajo me ha costado
conseguir; si das un paso más, te acordarás para siempre de tu osadía. - -Tú, mequetrefe, ¿me levantas la voz? Ahora vas a saber quién es "tu
padre".
Esto lo dijo a la vez que dirigía sus pasos y su cólera hacia el huérfano, pero éste le disparó una piedra con tal precisión que le pasó rozando la cabeza por el lado izquierdo. De tal modo sintió la proximidad del zumbido que se quedó inmóvil en aquel sitio. Sin embargo, reaccionó pronto y se dirigió a los peces para llevárselos. Entonces el huérfano, creciéndose le dijo autoritario:
Deja eso donde está.
Pero como el gamberro seguía en su empeño, Manolo le lanzó otra piedra, esta vez, rasgándole la oreja derecha, que sangraba bastante. Al verse humillado de aquella forma, se enfureció desesperadamente, dirigiéndole miradas asesinas; mas el huérfano, nuevamente tenía el brazo levantado, en actitud de lanzarle otro de sus proyectiles, y eso detenía al haragán allí quieto, sin avanzar nada hacia el chiquillo, cuya valentía mantenía a raya al fanfarrón.
Fue un momento trágico, aquel en que terminó el diálogo de chiquillo y mozalbete. Eran dos almas encontradas frente a frente: Manolo, como si hubiera subido a la cumbre de su lograda victoria, con actitud valerosa,
dejaba ver por sus ojos azules y muy abiertos, los nobles sentimientos de su gran corazón, y estaba dispuesto a no ceder, mientras el bigardo, que alardeaba de valentón, se veía como un vencido y vil gusano. Afortunadamente acertó a pasar por aquel lugar un cazador que conocía y profesaba gran afecto al huérfano y cuando captó el drama con su mirada, dirigiéndose a él, le dijo:
¡Hola, Manolo!, veo que tienes problemas. ¿Qué te sucede? Creo que llego
en buen momento, para hacer justicia en este pleito. Manolo contestó:
- Lo que pasa es que ese, quiere apoderarse de los peces que he podido
pescar. Entonces el cazador, mirando fijamente al gamberro, le dijo:
- Pues este mozalbete, si quiere peces que los pesque él. Creo que es lo
más razonable. Entonces, el malvado huyó corriendo cuanto podía, y desapareció.
El huérfano no contó en casa nada de lo ocurrido, y aquella noche a la madre y a los hermanos le supo la cena más rica que nunca.