miércoles, 7 de marzo de 2007

El huérfano

(En diciembre de 2004, este relato obtuvo un accesit en el concurso de relatos para mayores convocado por Cajaduero)

El valle se extiende hacia abajo, acompañando al río y formando su cuna. En él ha nacido Manolo y sus dos hermanos Rosina y Toño. Su madre, viuda joven, trabaja sin descanso por ellos. Pero lo que ella gana, es poco. El dinero no llega y si se compran pantalones no hay para chaqueta. El padre murió en un accidente cuando trabajaba en la mina apenas había nacido el más pequeño.
Rosina y Toño tienen ocho y seis años. Manolo, once. Este es un muchacho decidido y valiente que está muy compenetrado con su madre, por lo que conoce bien la situación de la casa en que vive, sabe de los pocos recursos con que cuentan y del esfuerzo que realiza en ella a diario, con el fin de llevar aliento y vestido para todos.
Manolo siente grandes deseos de ayudar a su madre. Quiere responsabilizarse. Anhela ser útil, resolviendo los problemas de todos: "Soy el mayor -piensa-, y he de velar por los hermanos y por la madre como si fuera un hombre".
La casa se levanta, no mucho porque es pequeña, en las afueras de aquel pueblo grande, cerca de la vía férrea. Allí, desde las ventanas que son sus ojos, contempla la corriente de vida que circula en los trenes día y noche.
Manolo tiene un recuerdo vivo de las charlas, ¡..cuántas..!, sostenidas con su abuelo paterno, hombre curtido en Tierra de Campos, donde no hay más abrigo que los rastrojos blancos, o los mudos barbechos. De él, mientras vivió con ellos, aprendió muchas cosas buenas que se desprendían de sus consejos y de su ejemplo.
Un día había poca comida en casa; por eso, el huérfano decidió ir a pescar. Desde su interior, pide a Dios que le ayude, pues tiene experiencia de que no lo va a abandonar a su suerte. Y con el preciado bagaje de su pecera y su caña, su esperanza y su alegría, camina vía adelante jugando y saltando.
Mientras avanza, se va empapando de la belleza del paisaje, observando el vuelo leve de alguna mariposa que bebe en el cuenco de su flor misteriosa.
Aquella vía del ferrocarril por la que él discurría, y la carretera, eran los caminos que comunicaban el valle con dos mares: uno de mieses y barbechos en las llanuras castellanas, y otro de agua, con espejos de plata, donde vive un mundo de ensueño y fantasía.
Y se le escapa el pensamiento, traspasando las montañas que rodean el valle, para luego volver a la realidad del momento presente, en que va por el camino de la vía, rumbo al río, a pescar. Y no se olvida de que quedan atrás, en la pequeña casa de las afueras, su madre y sus hermanos.
Está el valle verdecito y tranquilo. Con las heridas que hacen las minas en el hermoso paisaje. Y Manolo va a pescar peces al río para que coman sus hermanos, mientras por el camino alimenta su vista con la frondosidad de los bosques y el verdor de los prados, donde pacen las vacas.
Con los bártulos al hombro se dirige a un piélago profundo, donde la pesca promete siempre. Es un lugar muy conocido al que acude con frecuencia a jugar con sus hermanos y adonde acompañaba muchas veces a su padre que practicaba este deporte.
Pero en este día, al huérfano lo empuja la necesidad: Quiere llevar alimento a casa. Y con esa esperanza lanza el anzuelo al agua. Luego espera que los peces
vengan a visitarlo, mientras se deleita con el perfume denso y aromático de los manzanos y el discurrir del río.
Apenas habían transcurrido unos minutos, surge el primer alborozo con la caída del pez primero. Habla con Toño, -al que imagina junto a él: "este, para ti".
El Huérfano dialoga con los peces y con los pájaros: Canta, ríe disfruta...
De pronto, ¡otro pez! Luego... ¡otro!, y ... ¡otro!, y ... ¡otro! Y él se dijo: "Ya tenemos segundo plato para todos".
Por último, quedó enganchado en el anzuelo una enorme trucha que no se resignaba a abandonar el río, y que le costó gran esfuerzo llevarla a la orilla. Por fin consiguió meterla en su pecera, con lo que se colmó el vaso de su alegría.
Pero en la vida de cada ser humano siempre le acecha el espíritu del mal para hacerle sufrir de algún modo. Es lo que le sucede al muchacho huérfano en ese momento: alguien le está espiando para arrebatarle su pequeño trofeo, que a él se le antoja inmenso.
Detrás de un matorral hay un gamberro. Sí, un muchachote bigardo y desaprensivo observa los movimientos del pequeño pescador. Al momento, el libertino, con una actitud violenta y fanfarrona se presentó ante el chico con ánimo de arrebatarle todos los peces que había capturado. Lleno de insolencia y de cinismo le dijo:
- Oye, tú, dame esos peces.
La reacción del huérfano fue inmediata:
- No, eso nunca.
¡Cómo! Si no me das los peces así "afablemente" te tiraré al río y después me los llevaré igual-, replicó el gamberro.
Pero Manolo que, en el acto se dio cuenta de que se le pedía un acto heroico, con toda decisión se dispuso a defenderse. Entonces su corazón rezó esta plegaria: "Dios mío, ayúdame". Y dando dos grandes saltos, cual si fuera un puma se encaramó sobre un pequeño altozano; luego se armó con una piedra en cada mano, enfrentándose al malvado.
No te consentiré que te apoderes de lo que tanto trabajo me ha costado
conseguir; si das un paso más, te acordarás para siempre de tu osadía. - -Tú, mequetrefe, ¿me levantas la voz? Ahora vas a saber quién es "tu
padre".
Esto lo dijo a la vez que dirigía sus pasos y su cólera hacia el huérfano, pero éste le disparó una piedra con tal precisión que le pasó rozando la cabeza por el lado izquierdo. De tal modo sintió la proximidad del zumbido que se quedó inmóvil en aquel sitio. Sin embargo, reaccionó pronto y se dirigió a los peces para llevárselos. Entonces el huérfano, creciéndose le dijo autoritario:
Deja eso donde está.
Pero como el gamberro seguía en su empeño, Manolo le lanzó otra piedra, esta vez, rasgándole la oreja derecha, que sangraba bastante. Al verse humillado de aquella forma, se enfureció desesperadamente, dirigiéndole miradas asesinas; mas el huérfano, nuevamente tenía el brazo levantado, en actitud de lanzarle otro de sus proyectiles, y eso detenía al haragán allí quieto, sin avanzar nada hacia el chiquillo, cuya valentía mantenía a raya al fanfarrón.
Fue un momento trágico, aquel en que terminó el diálogo de chiquillo y mozalbete. Eran dos almas encontradas frente a frente: Manolo, como si hubiera subido a la cumbre de su lograda victoria, con actitud valerosa,
dejaba ver por sus ojos azules y muy abiertos, los nobles sentimientos de su gran corazón, y estaba dispuesto a no ceder, mientras el bigardo, que alardeaba de valentón, se veía como un vencido y vil gusano. Afortunadamente acertó a pasar por aquel lugar un cazador que conocía y profesaba gran afecto al huérfano y cuando captó el drama con su mirada, dirigiéndose a él, le dijo:
¡Hola, Manolo!, veo que tienes problemas. ¿Qué te sucede? Creo que llego
en buen momento, para hacer justicia en este pleito. Manolo contestó:
- Lo que pasa es que ese, quiere apoderarse de los peces que he podido
pescar. Entonces el cazador, mirando fijamente al gamberro, le dijo:
- Pues este mozalbete, si quiere peces que los pesque él. Creo que es lo
más razonable. Entonces, el malvado huyó corriendo cuanto podía, y desapareció.
El huérfano no contó en casa nada de lo ocurrido, y aquella noche a la madre y a los hermanos le supo la cena más rica que nunca.