sábado, 30 de diciembre de 2006

El albercano

I

Cuando Emilio Gil ocupó su asiento en el coche de línea, el pueblo de La
Alberca aún dormía bajo las sombras de la noche. Sin embargo la luz del
día ya comenzaba a clarear, permitiendo vislumbrar el contorno de las cosas y la
lista pardusca de la carretera.
El automóvil rodaba con cierta pesadez por aquella "pista" de tercer orden que une el valle de Batuecas con la ciudad del Tormes. Atrás quedaban ya los espesos robledales de El Caserita, las verdeoscuras encinas de Zarzoso, el labrantío y pueblo de Tamames y la risueña alquería de La Torre.
Emilio, ligeramente recostado sobre el respaldo del asiento, contemplaba la charra campiña, cuya sosegada quietud fue el hechizo galaniano. Rondaba los diecinueve años y era medianamente alto, moreno, robusto y soñador. Había nacido en el añoso pueblo de La Alberca, rincón salmantino, asiento de la más pura
tradición regional. t
Acompañaba a Emilio en su viaje el señor Paulino, hermano de su difunta madre, que estaba establecido en Salamanca. Tío y sobrino hablaban poco; más bien observaban el aspecto del campo y las conversaciones que surgían entre los viajeros.
Hallábanse entonces frente a los encinares que se extienden por las inmediaciones de la Peña de Cabra. Luego se detuvo el coche y penetró en el interior una joven hermosa. Aquella muchacha, trigueña y pueblerina, nos recuerda la Montaraza de Gabriel y Galán.
Con ella venía su madre, señora cuyos rasgos faciales y esbelto talle acusaban una juventud y belleza que no se resignaban a morir.
Mary Carmen era el nombre de la hija y contaba dieciocho años. Gozaba de





un cuerpo escultural, donde todo era armónico y bien proporcionado; su cara, sin ser bella era agraciada; los ojos grandes y castaños, y el cabello abundoso y moreno. Tenía un carácter afable y un bondadoso corazón.
Al entrar en el coche se le ofrecieron para acomodarse dos asientos libres frente al albercano y su tío. A Emilio se le fueron los ojos a la muchachita y desde el primer momento se prendó de ella. Tampoco a Mary Carmen le era indiferente la presencia del muchacho. Varias veces se miraron, con una mirada profunda y comprensiva. En el fondo se empezaron a amar.
El coche corría. A derecha e izquierda se extendían los trigales salpicados en amapolas rojas. En las riberas y cercados pacían tranquilas las vacas bravas y los toros moruchos que hablan de llenos de expectación. Las encinas aparecían como esparcidas a voleo por mano de gigante, y los pueblos, acurrucados a distancia sobre la llanura, parecían exclamar a una voz ante aquel panorama inabarcable: "¡Tierras de Salamanca, sois inmensas!".
Emilio observaba los más ligeros movimientos de Carmen. Sentía hacia ella algo inexplicable. Le parecía quererla con todas sus fuerzas. Amaba sus miradas, sus palabras y hasta su propia postura y recato. El hubiera querido manifestarle
aquel impulso afectuoso que ella había despenado en su corazón juvenil. i
¿Habéis visto las cosas más curiosas y dispares que acontecen en esos coches? Pues veréis, uno que duerme mecido por aquella especie de cuna de adultos que es el vehículo; otro que bosteza y se estira; allí, uno lee una novela; más allá, otro come un bocadillo; en otro lado, dos discuten acaloradamente sobre la compra de una vaca que hizo uno de ellos días antes.
Una vez llega el cobrador pidiendo billetes. A Carmen se le cae el suyo al sacarlo del bolso. Ya tiene ocasión Emilio de mostrarle sus finezas, cual era su deseo. Lo recoge del suelo y lo pone en sus manos.
- Gracias - le dijo ella mirándole, mientras se teñían de rojo sus ya rosadas mejillas.

Al albercano se le antojaba la muchacha trigueña de Peña de Cabra como un ángel de la tierra, dechado de hermosura a cuyo lado cualquiera podía ser el más feliz de los mortales.
Llevado de su imaginación, la vela en los peligros más inminentes y él era siempre su heroico defensor. Deseaba verla maltratada por alguno de tantos gamberros como andan por el mundo y ser él quien la defendiera del libertino.
Así iba divagando cuando apuntaron en el horizonte las torres de las Catedrales. En seguida apareció parte de la ciudad; después el Tormes.
La parada en el fielato fue breve, pero lo suficiente para percibir el rumor de las aguas tormesinas y observar el movimiento ciudadano.
Después, San Isidro, última parada del itinerario. Allí se sintió el albercano hondamente apenado, porque tocaba a fin viaje tan dichoso. Carmen, por su parte, también sentía separarse del joven, cuya presencia le había inspirado tanta confianza. Por eso, al apearse, se miraron como diciéndose: "Hasta que Dios quiera". Emilio la vio caminar del brazo de su madre, frente a la Clerecía, y al desaparecer por la Casa de las Conchas le pareció que se le escapaba el corazón.

II


Deseaba Emilio conocer a fondo Salamanca, y como pensara regresar pronto a su pueblo natal, no queriendo distraer a su tío de sus obligaciones se decidió a salir solo por la ciudad, en plan de observador.
Empezaba entonces a fumar a escondidas de su padre. Por eso, en el primer estanco que encontró se detuvo y cogió un paquete de "caldo". Al tiempo de pagar le sorprendió una hucha que descansaba sobre el mostrador. La cara delantera estaba ilustrada y en su parte superior ponía en caracteres muy legibles: "Reportaje gráfico". En ella podían apreciarse el impecable interior de una sala escolar y las líneas elegantes y correctas de un edificio nuevo.
Preguntó:
-¿Para qué es esto? 1 Y le contestaron:
- Para el Milagro de San José.
Depositó una peseta en el recipiente y se fue. Iba haciendo un cigarro y mientras lo envolvía se acordó de las Obras Sociales de la Prosperidad. Había leído en El Adelanto muchas anécdotas de los devotos de San José con respecto de "Ladrillo a ladrillo" y hasta la popularidad y prestigio del Padre Basabe le eran conocidos como promotor de tales obras.
Así pensando, llegó al Pozo Amarillo, por donde circulaba gran número de personas que, en su mayor parte, iban o venían del Mercado Central.
En esta histórica calle, donde cuentan obrara milagros el bendito San Juan



de Sahagún, presenció el albercano un curioso detalle de un francés. En aquellos días parece que habían llamado con campana a nuestros vecinos de allende los Pirineos. Por todas las calles andaban estos turistas amigos del arte. Pues bien, un descomunal extranjero, con visera, amplísima chaqueta y pantalón bombacho, sacaba mendrugos de pan de una cartera de mano y los metía en la boca de una muía que estaba enganchada a un cairo de varas. El semoviente, con toda tranquilidad, se los engullía. Emilio pensó: "Este hombre debe ser de la Sociedad Protectora de Animales". Pero una mujer que pasaba por la acera de enfrente dijo a otro: "Es mondarse con el del chaquetón". Y es que, por lo visto, no había bicho viviente que él descubriera al que no se acercara, le hiciese unas caricias y le diera unas golosinas.
Lucía un sol espléndido, en medio de un cielo muy azul y limpio de nubes. La gente discurría en un ir y venir incesante. En la Plaza de la Reina, perfectamente alineados, había multitud de carros de los verduleros y era de ver las "Yespas" y las "Osas" pasar como alma que lleva el diablo.
Emilio andaba por la calle de Ruiz Aguilera, donde se encontró con un vendedor de lotería, cuyo raro aspecto le llamó la atención. Vestía un traje de buen paño y sombrero, pero se notaba que tal indumentaria no había sido hecha para aquella percha. El sombrero le entraba en la cabeza más de lo debido, dejando ver por debajo unas gafas cóncavas que cabalgaban sobre unas narices de pico de rapiña. Fumaba un monumental puro habano y a la vez que empuñaba elegante bastón en una mano ofrecía lotería con la otra.
Pasó un "chavea" con una canasta al hombro y luego que hubo rebasado la altura del "gafas" se volvió hacia él, le sacó la lengua y le dijo: "¡Espía!". El folclore que se armó no es para descrito. Porque el miope, sumamente excitado, contestó al muchacho con los mayores insultos e improperios, lo que dio lugar a que se amontonaran junto al Candil los curiosos y husmeantes que andaban por allí. Pero el rapaz se alejó y el otro, al verse sin enemigo, se apaciguó, dirigiéndose hacia la Plaza Mayor, con los décimos de lotería en una mano y el bastón en la otra.
Con estos incidentes transcurría el tiempo para Emilio en la Salamanca de

los relieves de oro. El paseaba por las calles y se fijaba en todo. Así pudo ver grupos de turistas que con sus guías en la mano, recorrían la ciudad, deteniéndose en los monumentos y sitios de interés artístico. Algunos de ellos le chocaron por su pintoresca indumentaria ultramoderna, que contrastaba extraordinariamente con aquella piedra dorada por el sol de tantos años.





III


Mary Carmen, la feliz viajera, después de hacer unas compras con su madre separóse de ella en casa de un familiar, con el fin de visitar a una amiga de la infancia que vivía en la gremial calle de Libreros. Iba la chica con toda diligencia por la Plaza de Monterrey, y al llegar junto a la Purísima tuvo un encuentro tan inesperado como desagradable. Sucedió que pocos días antes, en una fiesta pueblerina, Carmen conoció a un chico , un tanto gol filio, que insistió mucho en hacerle el amor. Ella, en cambio, que comprendió no era nada recomendable, se negó a que la acompañara. Pues bien, en este momento la encontramos frente a frente con el gamberro.
- Hola, Carmen - le dijo -. Sigues tan guapa como siempre. ¿A dónde vas? ¡Te acompañaré!
- No se le ocurra acompañarme, que no le necesito para nada - contestó ella
siguiendo su camino. t
- ¡Vaya! Estaría bueno que fuera "usted" sola estando aquí mi menda.
Y empezó a tararear lo de la zarzuela; "Yo señorita, que soy soltero y enamorado, la veo tan bonita...".
- Vamos, Carmen, daremos un paseo por la afueras.
La chica, después de sobreponerse a la confusión que la embargaba, se paró y le dijo con valentía:
- Haga usted el favor de retirarse, o llamaré a un guardia.
Para suerte de él, no se veía ningún agente de la autoridad en toda la calle





de la Compañía; no obstante, algo de mella hizo en el ánimo del gamberro la disyuntiva en que lo ponía la muchachita campeña, y se quedó un poco atrás como si quisiera abandonar la vergonzosa empresa. Pero reaccionó súbitamente y acercándose más a ella le dijo con socarrona malicia:
- Eres tú muy guapa para que yo me retire. ¿Crees que soy tan cobarde que me asustan tus amenazas? Sería mejor que tus ojos me mirasen con cariño y entonces sabrías lo que soy capaz de hacer por ti.
Ella seguía si prestar atención a los afectados requiebros del galanteador y llegó a la calle de Libreros sin lograr desembarazarse de él. Hubiera querido que su amiga viviese allí; anhelaba hallar una persona que se pusiera de su pane y la defendiera. Estaba asustada y vacilante; no sabía si correr o meterse en la primera casa o dar un bofetón al sinvergüenza, o gritar. Al fin, resuelta, volvióse hacia él y le dijo con toda energía:
- No le permito que dé un paso más conmigo. Pediré ayuda a la primera persona que vea. ¿Cree que Dios no pondrá en el camino mi socorro y su castigo?.
Esto último lo pronunció Carmen en voz alta. La Providencia quiso que Emilio Gil apareciera en la calle de Libreros, observando la escena serenamente. Al momento se hizo cargo del trance por el que atravesaba la muchacha, y dirigiéndose a ella, dijo con naturalidad:
- Dios te ha oído y me envía a mí para defenderte.
- Carmen, maquinalmente, se acercó a Emilio como si lo conociera de toda la vida. Brotó en su corazón un sentimiento de gratitud hacia su protector, otro de desprecio para el que la perseguía, y a la vez una angustia indecible al considerar la tragedia que se cernía.
El pillastre se sintió sumamente contrariado ante aquel encuentro que no esperaba y dirigió una mirada colérica al albercano.

- ¿Qué pasa?
- Ahora, si desea alguna cosa, me la ha de decir a mí, que hablo por ella.
- Yo con paletos no hablo. Vete al pueblo a cuidar las vacas, que es donde estás bien.
- Pues yo creo que mejor le vendría a usted un puesto entre los cerdos de la dehesa.
- ¡Cómo! ¿Yo cerdo? Ahora vas a saber quien soy yo.
- Pues ya me defenderé.
La lucha fue durísima y violenta, con varias alternativas. Al fin el albercano
consiguió derribar al adversario. La joven, llena de temor, clamaba:
- ¡Auxilio! ¡Auxilio!
El combate adquiere caracteres alarmantes. Emilio se siente herido, y Carmen, que ve correr la sangre generosa, derrama lágrimas que corren, cual si quisieran mezclarse con el rojo arroyuelo. El gamberro, viéndose impotente, había buscado su venganza en un puñal que llevaba y lo hundió en el costado del albercano.
Llegó la Policía y condujo al agresor a la cárcel. Pero ¡qué cuadro quedó, señores!. La candida paloma de Carmen, víctima de un vahído, hubo de ser sostenida por unas piadosas vecinas, y Emilio, examine, es colocado en un coche y conducido a la Casa de Socorro.



IV


Cual reguero de pólvora que se enciende, corrió por la ciudad de los charros la noticia del funesto suceso. Prensa y radio la difundieron por
todas partes y en toda la comarca salmantina no había otros comentarios que el caso
del albercano.
En la Casa de Socorro se practicó a Emilio una cura previa. Luego rué trasladado al Hospital Provincial, donde se le sometió a una detenida intervención quirúrgica.
Momentos decisivos aquellos en que la vida de Emilio luchaba con la muerte, porque tal era su grave estado que los médicos temieron un triste desenlace. Entonces estaba a la cabecera del herido la enfermera de tumo, diligente mujer, de una juventud avanzada. No tardó en presentarse el señor Paulino, que ya había cursado un telegrama a La Alberca avisando al padre del muchacho.
En cuanto a Carmen, después de recobrar el conocimiento, marchó a reunirse con su madre y contarle lo ocurrido. Pero en la casa donde fue atendida no quisieron dejarla ir sola y la acompañaron dos jóvenes hermanas que había presenciado el singular rasgo del albercano.
La señora Luisa, al oír el relato de lo sucedido, que le hicieron su hija y las dos hermanas, se conmovió profundamente y empezó a interesarse por el muchacho; no hay que decir que la pueblerina trigueña ardía en ansias de conocer el estado del enfermo, pero no se atrevió a proponer una visita a su favorecedor. En cambio, las dos hermanas sí la propusieron; la madre dijo que lo habían visto ir solo en el coche y que tal vez no hubiera ninguna mano amiga que lo cuidase; la otra añadió que aunque nada necesitara siempre sería una obra de caridad que Dios premiaría.
- Pues si ustedes nos acompañan - dijo la señora, decidida - vamos las cuatro



al Hospital y nos interesamos por su estado, ¿o no quieres ir, hija mía?
- Ya me encuentro bien, y el chico no se ha podido portar mejor conmigo.
- Vamos - dijeron las hermanas.
- Vamos - añadieron todas unánimemente.
Las cuatro, pues, de acuerdo se encaminaron al benéfico establecimiento, teniendo como tema de su conversación al propio albercano, en tomo al cual caían los elogios como lluvia de flores.
Corrían las últimas horas del la tarde, sedosas y tranquilas, como si quisieran mitigar la amargura de otras precedentes.
Cuando llegaron había empezado a descender la fiebre, comenzando para Emilio un lapso de tranquilidad y descanso. Ellas procuraron no turbar aqueí sosiego.
Carmen estaba cohibida y muy turbada, pero la sostenía su fortaleza de espíritu. Observaba todo cuanto había alrededor suyo; sobre todo al enfermo, cuya cabeza descansaba sobre la blanca almohada con los ojos cerrados.
Así estaban, haciendo comentarios en voz baja, cuando entraron precipitadamente en la sala el padre del enfermo y una hermana suya, anhelantes de verle.
Emilio comenzaba a mejorar. Con algún trabajo, se incorporó un poco, para cambiar de postura. Entonces abrió los ojos y vio a su padre.
- ¿Cuándo ha venido?
- Ahora. ¿Qué tal estás?
- Ya me encuentro mejor.

~ ¿Quieres algo?
- No. Ahora no quiero nada.
- Procura no hablar, que no te conviene.
El señor Gil y su hermana se retiraron del lecho. Primero hablaron con la enfermera, que les contó los momentos de gravedad que había tenido, añadiendo que se encontraba fuera de peligro. Luego cambiaron impresiones con el grupo de visitantes, teniendo el señor Alberto la mejor ocasión de conocer a la Dulcinea de su hijo y a la madre de ella.
El albercano paseó su mirada por el grupo y la posó en la linda cabellera de ía pueblerina, haciéndole señas con la cabeza para que se acercara. Ella lo hizo al momento. Era el primer servicio que le prestaba. Con toda solicitud se aproximó al lecho.
- ¿Cómo te encuentras?
- Mejor. ¿Cuál es tu nombre?
- María del Carmen Castaño, para servir a Dios y a usted. Ambos se rieron.
- ¿Dónde vives?
- En Peña de Cabra, pueblo que está junto a Vecinos.
- Yo soy Emilio Gil, vivo en La Alberca. ¿No te interesa saberlo?
- Claro que sí. Si no me interesara, de seguro que no me tendrías a tu lado, para sufrir contigo tanto dolor. He llorado muchas lágrimas porque quería lavar con ellas la sangre que derramaste en defensa mía.

- Ahora estoy contento de ello, porque sé que mi sangre ha corrido con tus lágrimas. Eran dos corazones que lloraban un mismo dolor; quiera Dios que algún día sonrían juntos a la sombra de un mismo amor.
- Yo te prometo rezar mucho para que te pongas bueno.
- Gracias. Te escribiré diciendo como sigue mi herida.
- Bueno. Hazlo pronto. Adiós, Emilio.
- Adiós, Carmen.
Este diálogo fue el mejor bálsamo para la herida del albercano.
Entonces llegó el médico. La señora Luisa, después de dirigir al enfermo unas palabras de aliento, se despidió con toda afabilidad del señor Alberto, que le hizo toda clase de ofrecimientos.
Deseaba vivamente el señor Gil conocer la opinión del facultativo sobre el estado de su hijo. Por eso tan pronto entró en la sala le interrogó sobre el particular. El médico observó detenidamente al enfermo y luego exclamó: "Estamos de enhorabuena; no sólo ha desaparecido todo peligro, sino que está en franca mejoría. Espero que se sea rápida su curación, a juzgar por su fortaleza física, y que dentro de poco le tendrá usted en casa, totalmente nuevo".

V
No se engañó el médico en su pronóstico y pocos días después, ya repuesto de su desagradable incidente, vemos a Emilio por las empedradas y tortuosas callejuelas albercanas.
Su padre tiene un pequeño comercio y a él dedican gran parte del día. Posee también fincas rústicas, que también trabajan. Pero la gran preocupación de Emilio era Mary Carmen. Aquella muchacha que, según él, conociera de modo providencial, se iba metiendo cada vez más dentro de su vida.
Las "cartas iban y venían con toda regularidad dos veces por semana. Al anochecer, después de trajín diario, solía escribir, hora en la que acostumbraba a leer El Adelanto y libros selectos de nuestra literatura. Era muy amante del campo, al que consideraba su buen amigo. Había leído mucho de escritores consagrados; por eso escribía con una prosa sencilla y bella. De ahí que las cartas que dirigía a su novia fueran hermosas. Alguna contenía verdaderas lindezas literarias, que eran un canto maravilloso a la campiña. Veamos este párrafo suyo.
"El campo es saludable, hermoso y acogedor; lo dicen sus flores saciadas de perfume; sus árboles, floridos o cargados de frutos; sus frescas y cristalinas fuentes; las cintas de planta de los arroyuelos que surcan su faz, cuando espejean los arbustos de la orilla que se asoman a sus aguas; y el canto de los pájaros; y el esplendor de la primavera; y la brisa, y la aurora, y las puestas de sol. Bien es verdad que tú superas a todo ello en hermosura y bondad".
De otro día es éste tan curioso: "Esta tarde he bebido en una fuente deliciosa. ¡Cuánto hubiera dado por tenerte allí! Me imaginaba que jugábamos con el agua. Primero te di de beber, haciendo cuenca con mis manos; luego bebí yo; tú aprovechaste el momento y cargaste de agua; yo tuve que correr; luego sucedió lo contrario y corriste tú. Al fin, firmamos tratado de paz y prometimos que no habría

más guerra entre nosotros".
Estas eran las cartas del albercano, y Mary Carmen, que las encontraba amenísimas, leía varias veces tan hermosos pensamientos.
Una vez al mes iba Emilio a ver a su "media naranja" y en Peña de Cabra era tan conocido como en su propio pueblo.
Transcurrían los últimos días de agosto, un tanto calurosos, y avanzaba, a pasos agigantados, la fecha de la Natividad, que se celebra con todo esplendor en el Santuario Mariano de Peña de Francia.
En esta fiesta que cada año se le dedica a la Virgen morena son siempre los albercanos los primeros en el entusiasmo y amor por la Sagrada Imagen. Los Gil eran de la Cofradía de la Virgen, y acudieron temprano para honrarla.
Aquel año revistió la fiesta especial solemnidad. Apenas hubo amanecido, desde la cima de la montaña se divisaban los caminos y atajos que conducen al Santuario repletos de peregrinos. Unos trepaban, bordeando los ingentes brezales, o los pinos, o los matorrales, que abundan por aquellos escabrosos parajes; otros,
descalzos, con los pies sangrantes, ya se sentaban, ya reanudaban la marcha. »
Por la tortuosa carretera avanzaban, cansinos, los autocares, repletos de romeros, dejando atrás caravanas enteras que de los pueblos inmediatos se dirigían, en caballería los más, a la agreste cumbre.
El espectáculo no podía ser más grandioso, porque la pane baja era un mar inmenso e insondable de niebla densísima, y por si fuera poco sobrecogedor se ha levantado un sol esplendoroso, haciendo de Castilla y Extremadura un deslumbrante océano de espuma.
Arriba, en la Peña, se podía contemplar la estampa más pintoresca. Había grandes coches estacionados en la espaciosa explanada, y alrededor de la hospedería y convento se alineaban multitud de caballerías de todos los colores. Gentes de toda edad y condición, entre los que destacaban grupos de serranos, ataviados con el

clásico traje, y algunos extranjeros, discurrían en todas direcciones, proporcionando una animación extraordinaria.
Emilio Gil y su padre, tan pronto llegaron al Santuario, visitaron a la Virgen con otros miembros de la Cofradía, y recibieron el Pan de los Fuertes. Vestía la imagen un amplísimo manto gríseo, bordado en oro, que le caía por la espalda hasta descansar en las andas. La corona que ostentaba era de oro, con incrustaciones de piedras preciosas, y le pendían del cuello gran profusión de hilos con un valiosísimo crucifijo, todo de precioso metal. Sostenía en sus brazos morenos al Niño blandamente, y era realzado su rostro pizarreño, ya precioso, por la belleza incomparable de unos ojos divinos. Ambos, Madre e Hijo, ofrendaban el Santo Rosario.
A la doce se celebró la misa mayor, cantada, solemnísima. Luego tuvo lugar la procesión. Precedían a la Imagen los danzarines albercanos, ataviados típicamente, que le ofrendaban el primor de sus bailes al son del clásico tamboril.
Ya de regreso, al entrar en la vetusta iglesia, y en medio de aquella multitud, pareció Emilio haber visto a su novia; pero le extrañaba tanto que Mary Carmen se encontrara en aquel lugar, sin habérselo comunicado, que pensó le habrían engañado los ojos. Sin embargo, poco más tarde, se disiparon sus dudas, al encontrarla formando pane de un grupo de Peña de Cabra, en el que también se hallaba su madre. El encuentro motivó una explosión de alegría. El albercano, tras saludar a la señora Luisa, se retrasó un poco con su pareja.
- ¿Cuándo has venido?
- A las nueve y media llegarnos arriba.
- ¿Por qué no avisaste por carta?
- Ha sido un viaje inesperado. Surgió un medio de locomoción adecuado, de la noche a la mañana, y lo aprovechamos.
- ¿Qué te parece esto? Tiene su encanto, ¿verdad?

- Es grandioso, como nunca llegué a sospechar.
- Bueno. Cuéntame de tu vida. ¿Qué tal lo has pasado? ¿Me sigues queriendo mucho?
- No me hagas repetir lo que he dicho tantas veces.
- ¡Me gusta tanto oírlo de tus labios!
- Pues allá va, Emilio, una vez más. Te quiero como a nadie en el mundo.
- Gracias, Carmen. Sabe que mi corazón te corresponde y que no cambio por nada esta felicidad.
Era la hora de la comida y la gente se desparramaba por todas partes, acampando sobre cualquier valle, para devorar la merienda. Al albercano también le esperaba la pitanza y el vinillo del Soto, por lo que decidió despedirse para tomar tan buen reconstituyente y volver más tarde. Por su parte, la familia de Carmen también se asentó'a comer.
Emilio refirió a su padre durante la comida el feliz encuentro y éste acogió la noticia con suma alegría.
- ¡Vaya! - le dijo -. Aprovecharemos para concretar algo sobre vuestra boda.
Pero en el fondo había algo que tenía para el señor Alberto especial interés. El momento trajo a su memoria este diálogo sostenido con la señora Luisa, en su propia casa de Peña de Cabra, una de las veces que la visitó, aprovechando sus viajes de negocios. Fue en un momento en que ocupaciones perentorias motivaron la ausencia de Carmen.
- Ya ve usted, parece que fue ayer cuando se conocieron y ya quieren casarse.
- Así es la vida, señora Luisa. Siempre corriendo, sin detenerse.


- ¿Qué vamos a hacer? Dios la ha hecho así y nosotros no podemos hacerla de otro modo.
- ¿Y qué va a hacer usted sola, en esta casa tan grande, después de que se casen los chicos?
- ¿Cómo sola? Espero que Emilio y Carmen vivan aquí conmigo.
- Eso no puede ser. Ellos tienen que asentar su residencia en La Alberca, donde mi hijo tiene el porvenir con el comercio y demás hacienda que yo le entregaré.
- ¡Por Dios, señor Alberto! Eso sería horrible para mí. Piense usted lo que significaría para esta madre verse privada de su hija un día y otro día. Por otra parte, ¿qué será de mi hacienda, en poder de criados, sin la dirección de un hombre que vele por ella?
- Creo que los dos tenemos razón. En fin, ya buscaremos una solución que
sea satisfactoria para todos.
- Es necesario pensar que mi hija es mi único cariño, mi consuelo, mi alegría y mi todo; me arrebata ese tesoro y dígame para qué quiero la vida.
- ¿Y si surgiera un cariño y una compañía que llenara ese vacío de amor filial?
- ¿A qué se refiere usted?
- A un marido. Usted es una mujer joven todavía y hermosa. Y también hay amores tardíos.
- Eso que usted propone es imposible. Yo entregué una vez el corazón; adoraba a mi difunto marido y no conoceré otro hombre.
- Qué cosas dice usted. Hay en la vida momentos angustiosos en que la nube

de la tribulación parece oscurecer toda esperanza. Pero luego se despeja el horizonte, abren las flores sus corolas y vienen aires saneados y puros que alegran la vida. Yo también pensaba lo mismo cuando perdí a mi esposa, pero ha pasado el nubarrón y hoy ha vuelto a lucir un sol espléndido.
- No me hable usted de esas cosas, señor Alberto. Yo no puedo aceptar tai proposición. Prefiero vivir el recuerdo de un amor delicioso a exponerme a las amarguras de un desengaño.
En ese momento entró Mary Carmen y no volvió a hablarse del asunto.
Por eso, cuando Emilio dio a su padre la noticia de que la familia de su novia se encontraba allí, la recibió con vivísimo interés y determinó ir a su
encuentro.
- Yo hablaré con la señora Luisa y fijaremos fecha para pedir la mano de la novia - dijo a Emilio su padre.
Junto al Pozo de las Cadenas fue el sitio donde se encontraron los cuatro. Porque entonces iban solas madre e hija. Los dos jóvenes, apenas se reunieron, marcharon a dar una vuelta, perdiéndose entre tanta gente. La pareja "otoñal" se quedó hablando de sus retoños; tan alegres, tan compenetrados, tan entendidos. Ellos estaban contentos porque sus hijos se querían y sentían cierta nostalgia de la juventud. Paseaban en dirección a la carretera y a medida que entraban en conversación se iban separando del bullicio.
- Vamos a ver, señora Luisa. ¿Qué fecha será mejor para pedir la mano de la novia?
- Prefiero que la elijan ustedes.
- Por mi parte, cuanto antes. Ahora es tiempo más desocupado. Pero hablemos algo de nosotros. Creo que tenemos un diálogo empezado. ¿Por qué no lo continuamos?

- Si se refiere usted al tema que tratamos en mi casa creo que puse punto y final. Ahora bien, por lo que veo quiere usted añadir un epílogo. Hay ciertas cosas de las cuales mejor es no hablar, porque traen a la memoria un mundo de recuerdos, y a! ser estos tan líennosos, cuando se van dejan el cora/.ón más triste.
- No se trata de remover el pasado, sino de vivir el presente. Escúcheme; no hablemos sólo de nuestros hijos. No procuremos sólo su felicidad. Hablemos algo de nosotros; busquemos también la felicidad nuestra. ¿Usted no cree en la existencia de flores tardías, pero flores al fin, que deleitan y perfuman la vida? ¿Por qué no puede ser una de éstas el cariño que yo le ofrezco?
- Es posible. Creo fimicmeníe en su sinceridad.
- lis posible, sí; no se trata de ofrecerle un matrimonio de conveniencia o de arreglo. Es un desahogo del corazón; un amor que siento nacer fuerte y hondo como la propia existencia. Es que usted, Luisa, mujer amable y hermosa, se ha convertido en mi objeto amado. Créame, he visto descubrirse ante mis ojos una lontananza nueva; me parece que el cielo es más hermoso, el sol más brillante; más sublime la fe y hasta el amor que profeso a mi hijo, más grande y profundo. Sepa, mi amada, que lo que pongo en sus manos es cariño, compañía y calor, y un amor paternal a su hija.
- No siga, Alberto; yo también le quiero.


Poco más Larde los Gil pedían la mano de la madre y de la hija, y acordaban por unanimidad contraer matrimonio en la misma misa, en el maravilloso lugar de la Peña de Francia.