sábado, 30 de diciembre de 2006

La sonrisa rota

Nunca podré olvidar aquél niño valiente, cargado de tristeza, que me encontró un día en la soledad del campo, cuando leía un libro de pequeño volumen e ideas grandes.
Lo descubrí en un momento, en que empezaba a sentirme como sumergido en un baño dulce de transparente luz, rodeado de un ambiente tibio.
A mi lado pasaba un arroyuelo haciendo música con las piedras y el aire, mientras se escondía a la sombra de sauces, alisos y juncales. Era la voz que aquel paraje nos traía a los dos, y que llegaba a nosotros juguetona, libre, clara y alegre.
Yo leía impresionado, aquellas páginas luminosas que sostenía en mis manos, y me sentía feliz por lo que me regalaba la mañana. Tenía la sensación de que me envolvía el azul del cielo, que bajaba hasta mí, y de que me rendían homenaje las praderas y los encinares, que se extendían a derecha e izquierda del río, hasta perderse en el horizonte, donde se vislumbraban las torres de la ciudad.
Levanté la mirada de la lectura y vi al niño. Estaba delante de mí, tan cerca que lo podía tocar con mis manos. Gran sorpresa la mía, porque sumido como estaba en lo que decía el libro, no había advertido la presencia de ningún ser humano por aquel ancho valle.
“ Hola”, le dije, con la voz más suave y amable, que encontraron mis labios. Él movió la cabeza afirmativamente, entreabrió la boca como queriendo sonreír y se dejó caer sobre la hierba.
Cerré el libro, no sin resistencia suya y mía, y me dispuse a escuchar a aquel niño que me tenía encogido el corazón, por la tragedia que mostraba su rostro.
Y le dirigí una mirada amplia de comprensión; vi cómo trataba de hablar, y que no le salía la voz de la garganta; ya, al fin logré escuchar esto:
-Estaba yo sólo por ahí y me vine contigo; ¿no te importa?.
-Pues claro que no me importa, contesté; al contrario yo también necesito tu compañía. ¿Cómo te llamas?.
-”Manuel”-, me contestó.
-Muy bien, Manuel; yo me llamo Andrés, y quiero ser tu amigo.
Al escuchar esto, se ilumino su rostro hasta parecer gozoso, radiante de alegría y se abrió una sonrisa en sus labios.
-Yo también quiero ser amigo tuyo, -dijo él.

-Vaya, me das una buena noticia, porque has hecho nacer la amistad, en medio de nosotros, que es el afecto más puro del alma. Ahora ya somos amigos y tenemos que compartir todo lo que tengamos cada uno. He dicho todo, porque eso es lo que pide la amistad. Así pues, compartiremos el alimento, las fuerzas, el tiempo, la belleza del campo, los juegos, la risa y la mañana.
Manuel había cambiado el rostro triste por uno alegre. Ahora se sentía libre de aquella gran tragedia que, como una losa lo quería aplastar. Después de tanta lucha para arrojar lejos de sí aquella pesadilla, se ve liberado y empieza a mostrarse comunicativo y a comportarse como si siempre me hubiera conocido.
-Me gusta estar contigo- dijo Manuel. Como eres mi amigo yo te lo daría todo, pero no tengo nada. Si estuviera en mi casa, seria otra cosa, pero como no puedo volver a ella, nunca tendré nada que darte.
Entonces la mirada del niño se entristeció tanto, que apareció una lágrima grande fuera de sus ojos y se quedó colgada en una de sus mejillas.
Luego explicó:
-Me pegó mi padre con una correa y me fui; yo no puedo estar allí; ellos no se quieren, siempre están riñendo. Se insultan y amenazan como se quisieran arañar. Me toca llorar mucho, por eso estoy aquí. Ya no quiero ir más a mi casa. No quiero estar con mis padres. Allí no hay cariño ni alegría.
Sentado en un tronco, yo lo escuchaba con tanta atención, que no perdía gesto ni palabra suya. El libro descansaba dulcemente en la hierba y mis ojos dominaban la pradera, salpicada de flores. Observando al niño, había descubierto a través del aquel inocente e inquieto semblante, el hambre de amor que padecía su corazón.
- Bueno, ya hablaremos de tu situación; ahora dime lo que te gusta más, -le dije yo.
-Que me cuentes cosas divertidas, -contestó.
-Mejor que contarlas será vivirlas, y nosotros vamos a tener hoy mismo, experiencias bonitas en las que conocerás cosas que no has visto nunca.
-Ya las estoy conociendo; como este campo en el que se está tan bien, que no sabría cómo decírselo a otros niños para que lo entendieran.
Por mi cabeza pasó la idea de que Manuel podría tener hambre y le ofrecí lo que tenía para comer. Pero él, todo una promesa, sumamente contento, me contestó sincero.
-Ahora sólo tenga ganas de jugar, y jugando no me acuerdo de comer.
-Pues vamos a jugar, quiero que conserves un grato recuerdo de este día.
-Manuel se detuvo un poco mientras pensaba, y dijo levantando algo la voz:
- Si, vamos a jugar, porque jugando se espantan los pensamientos tristes.
Me quedé atónito por lo que acababa de escuchar, pero no me dio tiempo a contestarle porque enseguida se fijaron sus ojos en algo que despertaba su curiosidad: era un hormiguero. Entonces dijo:
-Andrés, mira cuántos bichitos juntos; van todos por el mismo camino sin salirse de él.
Le aclaré yo:

-Son hormigas. Es todo un pueblo que camina y trabaja. Pero no necesita guardias de la circulación para ordenar el tráfico, ni semáforos de los que hacen guiños en las calles, porque todas van y viene a pie, y no las aplastan sus propios coches. ¿Te has fijado, Manuel, cómo están llenando el almacén de alimentos, para poder soportar el invierno?.Observa que unas van con la mochila vacía, y otras vuelven cargadas, con lo que llenarán luego su estómago. ¿Has visto a esa hormiga más fuerte, cómo ayuda a otra más pequeña a llevar la carga?.Lo hace porque ese fruto también es suyo, ya que es de toda la comunidad.
-Andrés, tengo sed.- me dijo el niño.
Yo lo cogí de la mano y le susurré al oído:
-Ven conmigo, haré un cuenco con las manos y te daré agua limpia del regatillo. No tengas miedo. ¡Toma!, ¡Bebe!. Luego te miras en el espejo de este arroyo que va creciendo, hasta hacerse un río grande de los que asustan a los niños.
Ahora ven, nos sentaremos debajo de esta encina y ahí, envueltos en su sombra, nos comeremos pan y fiambre que tengo en la mochila.
Y nos pusimos a comer. Me complacía ver a Manuel, cómo iba ingiriendo el pan y la galantina de perdiz, cual si fuera un verdadero manjar.
-¿Te gusta?.
-Sí, mucho.
Entonces vi cómo el niño tiraba una miga de pan a un jilguero que cantaba en la rama alta de un nogal pequeño: “para que te la comas cuando tengas hambre”, le gritó.
-Manuel vamos a cruzar el río, porque he visto al otro lado un cerezo cargado de fruta madura. Mira, yo te pongo piedras para que no te mojes los pies.
No, no te precipites; no sea que con la emoción de comer las cerezas, te caigas en el agua y te lleve la corriente hasta el mar, adonde el río se duerme. Yo te cojo de la mano, y tu saltas. ¿Ves?; ¡Ya está!.Ahora, ¡vamos corriendo!.
El niño veía cómo se le hundían los pies en la hierba y me dijo:
-¡Qué blando está el suelo por aquí!, -dijo él.
Yo contesté:
-Este césped es tan suave como una alfombra de lana. Ya ves, Manuel, qué afortunados son los animales que lo pisan y sestean en él. Y nosotros al pasar notamos su blandura y vemos cómo la hierba se humilla bajo nuestros pies, que van dejando su huella marcada en la pradera.
-Mira, Manuel, un tordo que está posado en una rama, comiéndose una cereza. Estos pájaros no son tontos; siempre pican las más dulces y blanditas; Luego se van, y al día siguiente vuelven, a ver a cual ha madurado el sol.
-¡”Hala!”, exclamó el niño cuando vio el árbol, rojo a la luz del sol, que lo encendía como un horno. Estaba repleto de fruta madura, que pendía de sus ramas, como si ellas quisieran adornarse con los más fascinantes aderezos. Vimos al pájaro, cuando abrió sus alas gozosas al viento y emprendió el vuelo buscando nuevos horizontes.
-¡Te das cuenta, Manuel, ¡qué maravilla contemplar el árbol mostrando su fruto, que ofrece con total generosidad!. Y como tú y yo pensamos aceptar este regalo, pues ... ¡a comer!. Yo iba desprendiendo las cerezas con su pezón, llenando hasta rebosar las manos del niño, que enloquecía de emoción; luego colmaba las mías y me sentía feliz porque Manuel también lo era.
-Ahora las lavamos en el río, metiéndolas en la humedad del agua, que las deja limpias como el oro y las pasamos al paladar.
Cuando nos hartamos de cerezas, invité a correr a Manuel:
-¡A que no me alcanzas!
- A que sí.
El niño, tomando el juego en serio, corrió al límite de sus fuerzas, pero yo, al llegar a la sombra de un aliso, hice que me caía por el agotamiento y me arroje a la hierba: “¡me has cansado! ; ¡ya no puedo más!”. Y al llegar él: ¡Qué espontáneas risas le salían de dentro y con qué ganas!
Manuel cayó rendido en medio del césped y, mientras descansaba, en aquel clima tibio se quedó dormido. Yo cubrí su cuerpo con mi chaqueta, velando su sueño. Luego tomé mi precioso libro, lo acaricié con mis manos y me puse a pensar.
En mi mente se van acumulando, como algo valioso y aleccionador las vivencias de todo el día. Manuel se ha hecho vida en mi espíritu, y ya no lo olvidaré nunca.
¡Qué pequeñez y qué grandeza, la de un niño dormido bajo la inmensidad del cielo!. Me estoy dando cuenta de que con su aliento, late todo aquello que llena la Naturaleza, suscitando la paz, el sosiego y la armonía que yo voy incorporando a mi vida. Estaba leyendo y todo era quietud a mi alrededor.
De pronto vi turbado aquel silencio por un grupo de personas que avanzaba hacia donde yo estaba. Una mujer venía delante y gritaba con voz potente: ¡Manuel. el!; ¡Manuel.. el!; ¡Manuel..el. el!.
Yo me puse en pie, observé y comprendí la situación. Entonces me quede muy triste. Cargué con mi mochila, contemplé el rostro del niño dormido, con mi sonrisa rota y me fui bordeando el arroyo.
Más abajo, me detuve detrás de un arbusto; desde allí pude ver cómo la madre cogió al niño en sus brazos, mientras Manuel, abrazado a mi chaqueta clamaba un tanto asustado ¡Andrés,s, s; Andrés,s,s,s..!.