miércoles, 3 de enero de 2007

La estrella de los Reyes Magos

En un lugar innominado de la tierra, lleno de sugerentes collados, vivía Daniel, hombre tan inquieto por conocer los secretos de la Naturaleza, que apenas se preocupaba de las necesidades de su cuerpo.
El martillo de las contrariedades y trabajos de la vida, habían golpeado fuertemente su esforzado ánimo; por eso se fue al campo, fuera del alcance de la maldad de los hombres, asqueado de tanta mentira, vencido por la negra ingratitud y por la despiadada incomprensión. Por todos los lados de su vida recibía golpes que minaban su espíritu, quedando siempre insatisfechos sus más nobles deseos de felicidad. Porque a Daniel, que había fracasado en su matrimonio, lo arruinaros sus negocios y fue abandonado por sus hijos.
Y se va huyendo de la iniquidad de los hombres, porque sólo mal ha recibido de ellos, sin hallar en la convivencia humana, felicidad ni paz para su alma atribulada. También huye del bullicio y del trajín ciudadano, que lo aprisionan como si quisieran asfixiarlo. Por eso se aísla de la sociedad y rehuye todo contacto con el mundo. Así busca en la vida solitaria lo que no ha hallado en el seno de la comunidad.
Corre en pos de la Naturaleza, porque cree encontrar en su paz armonía y bondad, cuanto él necesita para ser dichoso. Allí, Daniel parecía formar parte del paisaje, cual si fuera un detalle de aquel gran cuadro, aunque en realidad era un ser humano capaz de pensar y de amar, con un alma cuyo aliento no muere.
En medio de aquella soledad, buscó refugio para su atribulado espíritu, protegiendo sus miembros de la intemperie, en una cabaña construida con sus propias manos. En aquel paraje, único y distinto, estudiaba cuanto de bello y grandioso había en su derredor, reflexionando sobre la magnificencia del Autor de la vida.
Tenía Daniel una esbelta figura, cubierta por una túnica larga que se extendía hasta rozar los dedos de las manos y de los pies. El sol daba luz a sus ojos y calor a su cuerpo, calando hondamente en su ánimo el aire que respiraba, la música de los pájaros y el parpadeo sugerente de las estrellas.
Se había abandonado a sí mismo, queriendo olvidar cuantos sinsabores había experimentado al contacto con una sociedad injusta, llena de violencia y ceguera. Le animaba la mejor disposición, pero su pensamiento no penetraba más allá de la cáscara, de esa nuez que era la Humanidad, cuyo egoísmo le rechazaba.

Hubo un momento en que contemplaba todo de una forma vaga, y en la exaltación de su fantasía, ocurrió algo insólito, que le llenó de asombro: una estrella fulgurante, que enviaba haces de luz a la Tierra, avanzaba triunfadora hacia él, y era señal y guía de una regia caravana. Estaba presidida por tres egregios personajes, que cabalgaban en briosos corceles a los que manejaban como diestros jinetes.
Les acompañaban sus fieles y respectivos séquitos, dibujándose en la lejanía el avance del cortejo, con toda su inusitada grandeza. Y cuando la regia comitiva, llena de esplendor, llegó a su altura, el humilde Daniel salió a su encuentro y, postrándose ante sus reales personas, abatida su erguida cabeza, con una gran humildad, dijo solemnemente:
-¿Quiénes sois, adónde vais y qué significa esta estrella?
Hubo un momento de silencio; luego, uno de los soberanos, tomando la palabra, con mucha unción de espíritu contestó:

-Yo soy Melchor, y vengo a rendir todo mi ser y cuanto poseo al Dios verdadero. Para mi humilde persona, esta estrella que me guía, representa la fe en el Dios que se hace como nosotros, en este Niño nacido hoy; es la luz que ilumina los caminos del hombre, más allá de la niebla de los valles del mundo; es una antorcha divina que no ciega, sino que señala la senda salvadora; un don más que se nos da, como el aire o la luz del día, juntamente con la Creación entera al servicio nuestro.
-Y cuando haya desaparecido la estrella por occidente, ¿cómo vivirá el hombre en la oscuridad? - dijo Daniel con profunda humildad.
-Al hombre, -contestó Melchor- nunca le faltará esa luz interior, si él la deja que arraigue en su vida y no le cierra la puerta de su corazón.
Luego habló el segundo soberano; y este explicó:

-Me llamo Gaspar; yo también me reconozco una criatura que depende en todo momento de su Creador. Mi fervoroso corazón me dice que esta estrella es la que trae a los hombres la esperanza; sin ella la vida está sumida en la tristeza, pues ella pone belleza a nuestro alrededor, sonrisa en los labios y paz en el alma; es la que da confianza fraterna y nos hace solidarios los unos de los otros. La esperanza, ilumina nuestros pasos por la vida, hasta que arribemos a la Patria sin fronteras.
-¿Qué es la esperanza, rey Gaspar? Preguntó Daniel crédulo y vacilante.
-La esperanza es disfrutar ya en nuestra alma, mucho más de lo que podemos sostener con nuestras manos y de lo que nos pueda pedir nuestra lengua. Ella nos lleva bogando, como por un mar erizado, a bordo de nuestra alegre y feliz barquilla, que no se hundirá nunca si va aligerada de egoísmos y ambiciones terrenas.
Después, abrió la boca el tercero, para decir:


-Mi nombre es Baltasar, y como mis compañeros, confieso que soy hechura de Dios y que me hago oblación al Padre, que sostiene mi vida.
A mí, amigo bueno, esta estrella me habla del Amor. El Amor es esa llama que no nos deja perecer de frío, porque su calor nos cobija a todos. El Niño que nos anuncia esta estrella, nace, vive y muere por amor a los hombres.
-¿Cómo tendré yo ese amor, sin engañarme, majestad?; preguntó Daniel, dispuesto a escuchar atentamente.
El rey Baltasar contestó:
-Si pones el corazón en tus manos, y las tiendes al que camina junto a ti, con una sonrisa alegre y una palabra afable. Es muy fácil: como una hormiga ayuda a otra cuando ésta no puede con su carga. Como las flores, que embellecen el parque y lo perfuman, para que disfruten todos. El Amor se olvida de sí mismo y procura el bien de los demás. El derrama paz y bondad entre nosotros. Benéfica lluvia de bienes es el Amor, que fertiliza y embellece el jardín de la vida. Amor es la palabra más sublime que ha brotado del pensamiento humano”.

Al momento se hizo la luz en la mente de Daniel, quedando despejado el horizonte de su vida. ¡Había recibido el mensaje de la Estrella! Como los rayos del sol acuchillan y ahuyentan la empedernida niebla que se agarra a los valles, así aquella estrella desvaneció su penumbra interior. En el corazón de Daniel triunfó el Amor, que provocó una reacción en todos sus miembros. Ya no eran los hombres sus enemigos, sino sus amigos. Y trató de buscarlos, y se metió en medio de ellos. Luego arrojó su túnica, vistiendo los vaqueros, el jersey y el chubasquero, disponiendo su generosidad para repartir sin medida la riqueza de los dones recibidos, entre tantos “ciegos”, “hambrientos” y “desesperanzados”.
Daniel tenía ya en su corazón a todo hombre, que era su amigo y su hermano, con el que pensaba formar la nueva Familia Universal. Y se puso enteramente al servicio de todos, quemando su vida en una entrega incondicional a sus semejantes. Comunicó su luz y su palabra a todo el pueblo, y fue tanto el bien que sembró por doquier, que al final de su vida no podía con tanta carga espiritual como había ido recogiendo, cual fruto sazonado.
Nunca se borró de su memoria la imagen del regio cortejo, que iba al encuentro del Dios hecho niño, y que era compendio de belleza, sabiduría y grandeza del Cielo y de la Tierra.
Como para el pensamiento humano, no hay limites ni fronteras, Daniel desde el umbral de nuestra era, dirigió el suyo a los hombres que le sucederían; y pensó en el año dos mil tres, reflexionando cómo calarían en el hombre de hoy los mensajes de aquella Estrella de los Reyes Magos.