domingo, 28 de enero de 2007

Un nido de águilas

Estuve en una aldea vacía y sola, sin vida ni futuro, asentada en la cima de una montaña asturiana. No había en ella niños, hombres, ni mujeres, sólo pájaros, árboles y caminos. Allí me encontré con la abuela de aquel lugar, una mujer muy anciana, único superviviente, que había vuelto, buscando el recuerdo amoroso de lo que había perdido. Y ocurrió, un día de verano, que traía al corazón las resonancias celestes de un amor fiel al hombre.
La aldea de mi historia, era como nido de águilas, encaramado en la cresta de un monte, abandonado y solo: un museo de la historia humana.
La abuela, había venido de la gran ciudad, donde vivía con el hijo que le quedaba, su nuera y sus dos nietos. Pero ahora estaba allí, en medio de aquel silencio, entristecido por las elegías de los pájaros, rodeada de hórreos y manzanos. Y yo conocí aquella valiente mujer, que había vuelto para vivir recordando. Como si la recordación devolviera a su vida, la dulzura de su infancia, las delicias de su juventud y la plenitud de gozos y frutos del amor, que ella había experimentado en su hondo y feliz matrimonio.
La abuela nació en aquel picacho, junto a las estrellas, que era su aldea asturiana, he hizo del lugar la razón de su vida. Allí vio su luz primera, creció y se enamoró, abriéndose a la existencia, para darle los dos hijos que vinieron. Allí murió uno de ellos, también, el amor de su vida, que fue su marido. Ahora está allí sola, en el pueblecito abandonado y muerto. Ella, que había visto crecer los manzanos y los maizales, para llenar los hórreos de los sanos frutos de la tierra. Ella, que conoció el volar de las águilas en el azul del cielo, y el canto inefable de los jilgueros y ruiseñores, la alegría de sus hijos, el calor íntimo del marido ...
Allí estaban las raíces de su vida y todos sus amores. Sus padres, su marido, uno de sus dos hijos y toda la familia estaban enterrados en aquella aldea, ahora sumida en el silencio más sepulcral. Todo aquello estaba allí, pero ella lo había incorporado a su vida y lo vivía en su interior, donde estaba presente, hecho amor para siempre.
Ahora vivía en la ciudad, lejos de todo aquello, donde iba muriendo poco a poco, porque sentía cómo la aprisionaba la gran urbe. Y tiene dividido el corazón entre la ciudad y su aldea: entre su nacer y su morir. Pues aquella mujer ve cómo se van cerrando todos los caminos, a sus pasos, ya inseguros y vacilantes. Sólo vive con la esperanza de que el Dios bueno, al final de su vida, ya cercano, la acoja con misericordia.
Y yo me pregunto qué decisión tomaría aquella abuela amable, fiel a los suyos y a su tierra: ¿ volvería de nuevo al frenesí urbano, buscando el calor de su familia, o se quedaría en la aldea, habitando su verdadera casa, viviendo la más absoluta soledad, hasta el momento de su total liberación ?. ¡Me gustaría saberlo!.